En unos días se acerca el día de Todos los Santos, una tradición católica instituida en honor a todos los santos, conocidos y desconocidos, según el papa Urbano IV. En
diversos lugares del mundo se celebra la tradición de honrar y traer a la memoria a las personas que han muerto. En Sepúlveda las cofradías cumplen una función muy importante
relacionada con el duelo y el acompañamiento en los funerales, tal y como explicaba M Antonia Antoranz, realmente impacta ver pasar el cortejo, tanto que sois muchos los que nos habéis
preguntado por ello, así que aquí os dejamos este interesante artículo, que fue publicado en http://www.elpregonerodesepulveda.es/ hace algún tiempo.
Entierros en Sepúlveda por María Antonia Antoranz Onrubia
En unos días se acerca el día de Todos los Santos, una tradición católica instituida en honor a todos los santos, conocidos y desconocidos, según el papa Urbano IV. En
diversos lugares del mundo se celebra la tradición de honrar y traer a la memoria a las personas que han muerto. En Sepúlveda las cofradías cumplen una función muy importante
relacionada con el duelo y el acompañamiento en los funerales, tal y como explicaba M Antonia Antoranz, realmente impacta ver pasar el cortejo, tanto que sois muchos los que nos habéis
preguntado por ello, así que aquí os dejamos este interesante artículo, que fue publicado en http://www.elpregonerodesepulveda.es/ hace algún tiempo.
La muerte acarrea siempre un inmenso sentimiento de soledad y dolor para las familias que pierden a un ser querido, un sentimiento que se expresaba antiguamente en el luto de los trajes y en manifestaciones colectivas como los rezos de rosarios en las casas o novenarios de misas por los difuntos.
Sepúlveda es en el corazón de sus gentes un cúmulo de sensaciones y de sentimientos que nos llegan a través de ceremonias y tradiciones de las que participamos jóvenes y viejos sin que, muchas veces, entendamos bien el porqué se celebran así y lo que tienen de especial; quizá, lo más extraño en esta época, comenzando el siglo XXI, sean los entierros que se celebran con un ceremonial que se remonta a la Edad Media cuando existían los gremios y, relacionadas con ellos, se fundaron las primeras cofradías.
Los gremios se organizaban de forma que no sólo reglamentaban el aprendizaje y el trabajo de un oficio, sino que daban cobijo a sus miembros tanto en la vida como en la muerte; los hermanos cofrades tenían unas obligaciones muy precisas que debían cumplir bajo penas de multas económicas y sociales, pero también estaban protegidos de la soledad y la miseria que con frecuencia se abatía sobre ellos, especialmente a la muerte del cabeza de familia. Cuando alguien enfermaba había la obligación de visitarlos y cuidarlos y, si fallecían, de acompañarlos en la hora de su muerte hasta su descanso eterno.
Raro es el sepulvedano que no es hermano de una o varias cofradías y todas ellas, salvo la de la Virgen de la Peña, participan en la ceremonia del entierro. Cada cofradía tiene un pendón de color para las procesiones festivas y uno negro para las de Semana Santa y los entierros; además, cada una posee también un crucifijo, de cerca de un metro, adornado con una paño negro que se sacan únicamente para acompañar el cuerpo de los hermanos difuntos.
Al morir un vecino comienzan los ritos para poner en conocimiento del pueblo que uno de sus miembros ha desaparecido y que es deber de amigos y conocidos el acompañarle hasta su última morada. Se avisa entonces a las cofradías y se manda “dar un clamor”; las campanas son las mensajeras con su toque de difuntos del acontecimiento. Las gentes se preguntan, y preguntan: ¿Sabes quién se ha muerto? Alguien conoce la respuesta y boca a boca corre una información que en pocas horas llega a todo el pueblo. Hace años había una persona encargada de ir por las calles avisando del suceso, y comunicando la hora del entierro o de la misa de difuntos: Isaac de Frutos, omnipresente en la vida sepulvedana, fue el último en desempeñar esta tarea. Iba con su vara golpeando en las puertas para llamar la atención de los vecinos a la vez que preguntaba a grandes voces para tener seguridad de que habían recibido el mensaje. ¿Han oído?!! eh ¡¡.
Antiguamente, habitualmente, se moría en la casa familiar y allí se instalaba la capilla ardiente; en la actualidad suele suceder en un hospital y se traslada el cuerpo a un tanatorio donde se procede a velar el cuerpo. Cuando se velaba en casa se obsequiaba a los que acompañaban a la familia con pastas y licores y en no pocas ocasiones, los que no eran muy allegados y estaban poco afectados por el dolor de la perdida, podían salir de allí “más que contentos” ya que con frecuencia, para pasar el rato, se recordaba la vida y la relación que se había tenido con el difunto pero, otras veces, los chistes, chascarrillos y el anís se mezclaban con las oraciones o los llantos de los familiares y, dentro de la tristeza, era un rato social entretenido.
Cuando tras el velatorio llega el momento del entierro, los pendones y las cruces van a buscar el cuerpo al lugar donde se encuentre. El orden en que van las cofradías y las personas que
participan en esta procesión están perfectamente reglamentadas y son las siguientes: 1º Cofradía de San Marcos, 2ª Cofradía de El Carmen; 3ª de la Transfiguración del Señor,
4º de la Vera Cruz y Cinco Llagas y la 5º la cofradía del Corpus Christi. En cada cofradía se lleva este orden: abriendo la marcha el pendón negro tras él el alcalde al
que sigue el Cristo; a cada lado de la Cruz se sitúa un cofrade que lleva una vara negra con la insignia de su cofradía, o de plata con un lazo negro.
Una esquila acompaña con su terrible sonido, el paso de la comitiva fúnebre llenando de un silencio sonoro las calles de la villa; nada se puede comparar con la sensación de realidad y certeza de la muerte, con la soledad que produce oír esa esquila que acompaña a las cofradías en su paso por las calles de Sepúlveda. Es propiedad de la cofradía de la Vera Cruz y es su alcalde quien la lleva. (Si no saliera cualquier otro alcalde haría esa función).
En la casa, o ahora en el tanatorio, se celebra una ceremonia, extraordinariamente solemne, que conmueve enormemente y que a la vez consuela a familiares y amigos: entran en la habitación donde está el ataúd los alcaldes y las cruces de las cofradías; en el mismo orden que desfilan cada una de las cruces se inclina ante el cuerpo dándole así una prueba del máximo respeto y la bienvenida al cielo donde Jesús es rey; a partir de ese momento está en sus manos, es un ser celestial. Es un acto estéticamente hermoso, que va más allá de cualquier tradición y profundamente tierno, especialmente para los creyentes. El cura, que acompaña a las cofradías, reza por su alma. A veces, la muerte se ha producido fuera de Sepúlveda y se trae el cuerpo de otro lugar, entonces la comitiva acude a la salida del pueblo, por donde vaya a llegar, para que cuando entre y pasee por última vez por sus calles no lo haga solo. Allí se realiza la ceremonia que acabamos de describir ante el féretro que trae el coche fúnebre.
En el orden que marca la tradición se sitúan los pendones y las cruces de las cofradías precediendo al féretro y, delante de ellas, el portador de la esquila que va tañendo su instrumento cuyo sonido alerta del paso del cadáver para que se guarde la debida compostura, a la vez que evidencia ante el pueblo ese “memento mori” que nos acompaña desde que nacemos, aunque tratemos de olvidarlo, toda la vida. Para avisar a los que no están próximos al paso de la comitiva una única campana, con un toque lento y largo, derrama su sonido desde la torre de la iglesia.
Antes de seguir con el resto del ceremonial hay que hablar de lo hermoso del marco de la iglesia de San Bartolomé. La escalinata sube hasta el atrio y está coronada por un crucero renacentista que ofrece un escenario perfecto para el “lucimiento” de los pendones y las cruces.
Puestos en orden, a ambos lados de la escalera, los pendones, las cruces y los alcaldes y los hermanos con las varas negras forman una guardia de honor para el féretro que sube a la iglesia a hombros de sus familiares. Cuando el difunto viene de fuera del pueblo, el propio oficiante baja las escaleras y recibe al féretro acompañándole hasta el interior de la iglesia; allí se oficia una misa “corpore insepulto” para que el pueblo pueda pedir a Dios por su alma y despedirse de él: un honor más que sumar a los muchos que ha recibido nuestro paisano/a.
En Sepúlveda no era costumbre que el cura subiera al cementerio para rezar en el momento del entierro aunque desde hace tres años (2008) lo hace a petición de las cofradías. En otros tiempos había un sepulturero que era quien se encargaba, además del entierro, de hacer los rezos utilizando un libro que él tenía. Todo cambia con el tiempo y la incineración ha variado las costumbres; las cofradías deberán adaptarse a esta nueva realidad. Habría que ser capaces de incardinar en la ceremonia el hecho de que muchas personas prefieren actualmente ser incineradas y, variando lo menos posible, seguir con estas costumbres ancestrales para que sobreviva esta ceremonia.
Soy consciente de lo poco atractivo que resulta leer sobre la muerte en estos tiempos en que a toda costa se trata de olvidar la fragilidad de la vida; no es un afán morboso sino que por amar profundamente a Sepúlveda y a la vida, me sentía en la obligación de dejar por escrito una singularidad que puede perderse en poco tiempo.


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